Tendría que haber dicho infinidad de cosas, tenía tanto para decir. Pero en vez: enmudecí. Estaba convencida de que si trataba de expresarme, solo iba a conseguir alejarme de eso que realmente quería decir. Tenía a una fila de funcionarios de traje mirándome desde las primeras filas, los periodistas me apuntaban con sus flashes, no volaba una mosca y probablemente vivía el día más importante de mi carrera, pero yo no lograba verbalizar una sola frase. En el medio de mi cara, una sonrisa tonta y forzada. La tarde en que gané el Concurso Internacional de Curaduría en Venecia, no fui sincera enfrente de toda esa gente y en vez decidí leer un libreto mental, eso que esperan que uno diga.
Antes del cierre, dieron lugar a una sección de preguntas y un señor bajito, con barba y cara redonda me preguntó:
—Chi vorresti ringraziare questo premio?
—A la educación pública, a mi familia y a toda la comunidad artística internacional… —continué sintiéndome una extraña.
Su nombre zumbía en mi oreja como un abejorro gigante, sin embargo: no lo nombre. Sabía que los aciertos o éxitos de uno corresponden a la persona o a las personas que tenemos alrededor, que uno no gana nada solo y que, en mi caso, él me había empujado a conocer, a animarme a descubrir un mundo que yo no hubiese vislumbrado jamás, que el hecho de estar ahí hoy se lo debía en gran parte a él.
Mientras hablaban otros curadores sobre mi carrera, curadurías pasadas y mi “juicio crítico, mi mirada internacional y cosmopolita para entender otras naciones y mi visión cabal del mundo”, pensaba en la noche en que nos habíamos conocido. “Porque esto demuestra un gran esfuerzo sostenido y serio hacia..”, continuaban. Lo que me había llamado la atención en un primer momento habían sido esos labios de Xuxa. Ellos habían hecho la magia. Los labios carnosos al estilo de la cantante infantil brasileña eran algo fuera de lo común.
Fue lo primero que le dije y me acuerdo que mi descaro le pareció gracioso y sirvió para romper el hielo.
Le había dicho que unos labios así tenían que estar acompañados por una personalidad fuera de lo común.
—Esconden algo mucho más grande—me había dicho él envalentonado y misterioso.
Y solo en caso de que sea verdad y pueda perdérmelo, acepté verlo la semana siguiente. Siempre me habían gustado las personas que tienen facilidad para reírse de sí mismo y no tomarse las cosas de forma personal. Y entonces todos me miraban, tenía que decir algo de nuevo, pero estaba desencajada. No entendía qué tenía que hacer y simplemente sonreí, me acerqué al micrófono y volvía a agradecer y no pude evitar parpadear frente a la catarata de flashes.
Amador era alto y vigoroso. Tenía el pelo claro y se le formaban mechas rubias en verano. Para el ojo común tenía una boca exótica pero eso era justamente lo que más me gustaban de él, sus labios carnosos de Xuxa. Su porte era atlético, de una vida sin excesos, sus manos eran masculinas y una de las cosas que más disfrutaba hacer era caminar.
A mí también me gustaba salir a caminar y en mis paseos diarios solía encarar hacia el noroeste, pasando por Plaza Armenia y bordeando el Jardín Botánico hasta llegar a dos arterias anchas. El recorrido terminaba en una plaza amplia y majestuosa con un gran monumento a los españoles. Nunca me cansaba de ese trayecto. Cuando empecé a caminar con Amador (labios de Xuxa) mi recorrido cambió por completo. En vez de caminar hacia el noroeste, él me guiaba hacia la dirección que le sugerían sus activas piernas, hacia barrios que yo tenía de vista solo superficialmente y cuya belleza se encontraba vedada. Yo me enorgullecía de haber explorado por completo la ciudad, sin embargo, él me mostraba que no era así, que había otro mundo allí mismo encubierto, otra ciudad nueva por conocer.
Con él conocí casas modernas y neozelandesas con grandes jardines, escondidos como un secreto; viveros; bares y restaurantes recién inaugurados que resurgían brillantes de la nada y donde tocaban música de New Orleans. Un club social donde la gente comía choripanes después de un partido, en la vereda, sentados en sillitas plegables, un bar de mala muerte donde de forma secreta tocaban los mejores músicos del país y el artista callejero chino que realizaba esculturas con zanahorias como único modo de subsistencia. Una plaza exclusiva para niños menores de doce años, donde no estaba permitido el ingreso a padres o adultos. Ante mis ojos se abría un mundo infinito: él nunca hacia el mismo recorrido sino que se reinventaba, visitaba sitios pasados por alto por el ojo común. Si tenía una rutina, una oficina a la que tenía que ir todos los días, siempre buscaba caminos alternativos para llegar. Así era como encontraba los mejores cafés, un restaurante en el barrio chino de comida ambulante de Asia, con ese recoveco en la barra en la que comimos dumplings, esos ravioles japoneses que probé por primera vez con él y la comunidad alemana que visitamos donde dentro de diez cuadras uno podía encontrar bartenders vestidos con atuendos tiroleses y donde se comía el mejor frankfurter.
Una vez camino a la costa, estamos charlando para no pensar en el tráfico, el cielo está nublado y hasta las nubes no avanzan ya que no sopla una gota de viento, de golpe me interrumpe y me dice mirá ahí y yo miro pero no veo nada. “Ahí”, repite, y estaciona el auto al costado de la ruta. Yo reniego por lo bajo. Lo único que quiero es llegar, pero igual me bajo, le sigo la corriente y camino esa senda empinado y por el cual tengo que ir agarrándome de los juncos para no resbalarme. A dónde se viene a meter este, pensaba yo, que estaba en ojotas. Entonces le digo que dejé el carnet de urgencias en el auto y él se ríe y me dice que no pasa nada.
Después de caminar un poco me doy cuenta de que ahí hay un acantilado con una vista fenomenal de la rompiente, algo realmente especial. Encontramos unas rocas para apoyarnos y con algo para comer que él bajó del auto, almorzamos frente a ese cielo, que ahora empezaba a despejarse y con la bruma de la rompiente por la que sube olor a mar. Un poco sorprendida, le pregunto si conocía el lugar o si se lo recomendó alguien y me dice que no, que simplemente lo vio desde la ruta. Después me dice que tengo un poco de mayonesa en el labio y se divierte un buen rato burlándose. Y yo para callarlo le doy un buen beso en la boca con mayonesa.
Ya en el auto, él siguió haciendo de DJ hasta Mar del Plata. Ponía uno de sus discos preferidos y se ponía a cantar con vehemencia, gesticulando con caras y movimiento de brazos. Y para cada cantante tenía reservado un pasito gestual diferente. Después aprendí que de tanto verlos, él sabía e imitaba el repertorio mímico de cada uno. Y a mí me daba gracia verlo, especialmente el de Freddie Mercury. Más que nada, escuchaba bandas inglesas de rock viejas, de los años setenta y también de los ochenta. Después de un tiempo, me empezó a gustar lo mismo por ósmosis, por compartir momentos con él con esa música. La música que le gustaba tampoco era mala, para ser franca.
En la entrega del premio me habían dicho que tenía un gran poder para plantear “asociaciones que de tan evidentes habían sido sistemáticamente desatendidas”. En la presentación había optado por elegir artistas por su búsqueda metafísica en la pintura. Por decir con puntos, líneas y colores aquellas cosas que la mayoría solo utiliza para representar o crear una dura realidad, que está muerta, ausente de todo tipo de sentimiento. Sin poder evitarlo, pensaba yo en ese cuadro que me había obsesionado por tanto tiempo: “Terracita” de Spilimbergo, sus baldosas blancas y negras, con los glaciares de fondo y esas pinceladas solitarias y abstractas, me habían cautivado como un flechazo.
—¿Vas a presentar la tesis?
—No, lo estuve pensando y quizás en unos años cuando decante todo lo que aprendí. No siento que esté preparada.
—Pero en unos años no vas a tener tiempo, vas a estar en otra cosa. Quizás ni estés viva…
—Ok, supongo que gracias.
—No te enojes, es la verdad. ¿Vos misma no decís siempre que la vida es totalmente imprevisible? Pero lo que sí puedo asegurar es tu sensibilidad innata para estos temas. Con un poquito de esfuerzo en unos meses lo conseguís.
Odiaba que me obligue a más, sentía que siempre buscaba llevarme hasta el límite, me probaba para ver hasta donde llegaba, y con ese revestimiento de juventud que posibilita una aparente invulnerabilidad, buscaba demostrarle aguerrida que sí podía, que no le tenía miedo a ese desafío que me ponía enfrente, y si lo terminaba haciendo, era solo para demostrarle algo, aunque no sabía bien qué. Y cuando pasaba la tesis con un sobresaliente me invitaba a comer para festejar. Durante la comida me decía que él lo sabía, pero que de todos modos, el título tampoco era gran cosa, que los pingos se ven en la cancha y que tener un título no significada nada hasta que uno no lo pone en práctica, que tenía que pensar en lo que iba a venir después.
Le encantaba hablar de mi carrera, pero qué carburaba adentro de su cabeza, era un misterio. Prefería escucharme hablar de mis miedos, de mis enojos hacia otros que veía como competencia, de mis críticas al mundo del arte, tan superficial y de un puñado de ricos inflados de ego. Podía pasarme horas hablando y haciendo catarsis. Y él me miraba y me mostraba con cada cosa un punto de vista que nunca se me hubiese ocurrido: que el hecho de que el mundo del arte tenga tantos agujeros, me daba la posibilidad de convertirme en una revolucionaria.
Pero a mí las cosas, como ese título me costaban mucho, eran producto de mucho trabajo. A él las cosas parecían salirles fáciles o al menos podía darse el lujo de reírse con ironía del mundo. ¿Cómo hace?, pensaba, pero no se lo decía.
Una vez le pedí que me acompañe a una salida con una amiga actriz y su novio cineasta, quien había ganado algo de notoriedad por su último corto, una comedia romántica de amor adolescente, bastante tonta, pero muy pochoclera. Salimos a comer a una parrilla de Colegiales con mesas afuera. El clima estaba “0 grados”, como solíamos decir cuando no faltaba ni un grado más ni uno menos. Nosotras nos preguntábamos cómo podía salir ese rejunte, sin embargo, Amador y el novio de mi amiga no pararon de hablar desde que nos sentamos hasta que pedimos la cuenta, de tan compenetrados que estaban. Amador sabía perfectamente que era un lente angular, 35mm, montaje, close-up, contraplano, FX. Su memoria para el vocabulario específico era sorprendente y había visto casi todas las películas a las que hacía referencia el novio de mi amiga. Yo ya había comprobando en otras oportunidades que él estaba bastante informada acerca de prácticamente todo los temas: política, fútbol, todo sobre las finanzas de Estados Unidos, las moléculas en la teoría cuántica y el arte oriental.
Un día, después de salir de escuchar una banda, él me dijo finalmente eso que yo sospechaba que él venía meditando hace rato: me dijo que no podía esperar más, que quería recorrer el Amazonas. Yo me quedé mirándolo mientras que analizaba todo el peso de esa frase. “¿Pero por cuánto tiempo?”, le pregunté. “No lo sé, pero quiero recorrerlo, vivir ahí un buen tiempo, llegar a conocerlo a fondo. Lo tengo en mi cabeza, hasta sueño con eso”.
No tardo mucho tiempo en conseguir un trabajo que podía hacer desde cualquier punto del mapa. Luego solo necesito unas guías y leer un poco antes para ponerse a viajar, arrancó por Amazonas, pero después siguió por África, Estados Unidos, luego Mongolia y por India e islas Filipinas. Desde cada nueva parada me mandaba mails eternos diciéndome que le gustaría mucho que yo esté ahí con él y detalles de sus viajes y todo lo que había conocido, y de lo que estaba haciendo un determinado artista de ese lugar. También me preguntaba si aún tenía mi pelo oscuro cortado carré y que pensaba mucho en cómo me quedaba ese vestido verde que me había puesto una vez para salir con él.
Otra vez me escribió para decirme que se iba a recorrer Asia y ya no lo vi durante seis meses. Es que sus viajes, se iban haciendo cada vez más largos y a la vuelta volvía con la barba sin afeitar y el acento porteño un poco erosionado. El me trataba de convencer que vaya con él, de que cruce Siberia en moto con él. Y yo le preguntaba “¿De qué escapaba?” y le me repreguntaba: “¿Por qué no venís conmigo?”.
A la vuelta de Venecia, se enteró de la noticia. Una amiga la llamó para avisarle. Amador se había muerto. Le explicaron cómo había sido y todas las hipótesis que barajaban, pero a ella no le importaba escucharlas. Solo sabía que el Amazonas se lo había tragado para nunca más devolverlo. Le costaba entender cómo podía ser que él no esté más.
Buenos Aires, dos años más tarde, las salas del museo se llenaron de cuadros enormes, de toda la paleta silvestre: verde agua, verde esmeralda, verde turquesa, verde menta, jade, pino, botella, toda la vegetación posible y las hierbas, arboles y hojas del Amazonas plasmadas en pinceladas gruesas. En los cuadros se podían ver indios espiando blancos, blancos espiando indios, muerte, sexo y mestizaje. Cuadros de la época de la Colonia al lado de cuadros de pintores contemporáneos reinterpretando esa época.
El contraste y el efecto de las paredes inmaculadas blancas con todo esos verdes y el tamaño gigantesco de algunos cuadros en esas salas de techos altos estaba a la vista. Era una recreación de la jungla del Amazonas en el centro de la ciudad. Las críticas positivas comenzaron mucho antes de la inauguración. Algunos periodistas se colaban y se hacían pasar por empleados del museo para ver un adelanto de esa muestra de la que tanto se hablaba en las calles, en las sobremesas y en las peluquerías. Era algo único en su especie, decían, alimentando aún más la intriga.
Había investigado todo acerca del Amazonas, el río más largo del mundo, ese que contiene más agua que el Nilo y el Misisipi juntos. No era extraño que atraiga a miles de exploradores desde tiempos inmemoriales, a turistas, pescadores, escaladores y a miles de poetas y pintores que caen rendidos ante sus maravillas. Además el Amazonas era denso, indescifrable, con poca luz entre tanta vegetación salvaje y descarnada, que crecía en cada centímetro de superficie disponible. Era la lucha por la vida, por la supervivencia entre tanta competencia feroz circundante. Para conocerla había que vivirla por dentro, recorrer sus entrañas, ya que por fuera era apenas una capa de follajes y arterias que escondía su verdadero tesoro, una rica variedad de peces, aves, plantas y poblaciones nativas.
Su decisión curatorial tenía un cuota de intuición, y sin embargo, ahora que estaba plasmada en las paredes, era magnífica. Inexplicable y magnífica.
El día antes de la inauguración, y antes de que miles de personas lleguen como estampida a las salas, se acostó en el piso, con su corte de pelo carré y su ropa verde en la sala principal de la exposición, ahí justo enfrente del cuadro donde un explorador navega un caudal de agua verdosa, de un pintor brasileño. No pudo contener sus lagrimas. Por suerte, ninguno de los guardias nocturnos la escuchó, o al menos no se acercaron a molestarla ni a ofrecerle agua. Quería estar sola. Sea donde sea que estés, pensó para sus adentros, este trabajo es en honor tuyo. Sin embargo, él de nuevo le había tomado ventaja, le había dado la exposición que la haría más feliz de todas.
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